martes, mayo 10, 2005

Stendhal - Rojo y Negro

Stendhal


Con un estilo complicado, que al principio provoca una lectura lenta, Stendhal logra hacernos cómplices de esta gran historia publicada en 1830 e inspirada en un suceso real acaecido en 1826 en Rennes. Acompañando al autor viviremos situaciones llenas de pasión y con sentimientos que se dan en nuestros días. Con un entusiasmo que en ocasiones podremos palpar nos acerca a unos protagonistas que aman, sufren y defienden sus ideales con lo único que les pertenece... su corazón. Una ocasión única para descubrir a un genio como Stendhal, no dejéis escapar la oportunidad de sentir una extraña tristeza mezclada con emoción, al leer la última frase de Rojo y Negro. Por suerte hay sentimientos que desde un pasado han existido y que algunos esperamos que duren por siempre. Muy recomendable.


"—Tiene usted que marcharse —le repetía ella de vez en cuando, con seco acento.
«¡Qué vergüenza para mí si me echa! Será un remordimiento que envenenará para siempre toda mi vida —se decía—, no me escribirá nunca. ¡Dios sabe cuándo volveré por aquí!» A partir de aquel momento todo lo que tenía de celestial la situación dejó de emocionarle en lo más mínimo. Sentado junto a una mujer a quien adoraba, casi estrechándola en sus brazos, en aquel cuarto donde tan feliz había sido, en medio de la más profunda oscuridad, perfectamente consciente de que ella estaba llorando desde hacía un rato, y percibiendo en los movimientos de su pecho que sollozaba, tuvo la desgracia de convertirse de pronto en un frío político, casi tan calculador y tan frío como cuando en el patio del seminario era objeto de alguna broma pesada por parte de un compañero más fuerte que él. Julien alargaba su relato y hablaba de la triste vida que había llevado desde que se marchó de Verrières. «De modo —se decía la señora de Rênal— que después de un año de ausencia, casi totalmente desprovisto de la más pequeña muestra de recuerdo y mientras yo le olvidaba, él sólo pensaba en los días felices que había pasado en Vergy.» Sus sollozos aumentaban. Julien se dio cuanta del éxito de su relato. Comprendió que había que echar mano del último recurso: de pronto citó la carta que acababa de recibir de París.
—Me he despedido del señor obispo.
—¡Cómo! ¡No vuelve usted a Besançon! ¿nos deja para siempre?
—Sí —respondió Julien en tono resuelto—; sí, abandono un país en el cual incluso ha llegado a olvidarme el ser a quien más he querido en mi vida, y lo abandono para no volver más. Me voy a París...
—¡Se va a París! —exclamó casi en voz alta la señora Rênal.
Su voz, casi ahogada por las lágrimas, traicionaba su profunda turbación. Julien necesitaba aquel estímulo; iba a intentar un paso que podía decidirlo todo en contra suya, y antes de aquella exclamación, como no veía nada, ignoraba en absoluto el efecto que estaba produciendo. No dudó más; el miedo al remordimiento le había hecho recobrar el dominio sobre sí mismo. Añadió fríamente, levantándose:
—Sí, señora; la dejo para siempre, deseándole que sea muy feliz. Adiós.
Dio algunos pasos hacia la ventana; la abría ya. La señora de Rênal se lanzó hacia él. Sintió su cabeza sobre su hombro y que lo estrechaba entre sus brazos, pegando su mejilla a la suya.
De este modo, después de tres horas de diálogo, consiguió Julien lo que había deseado tan ardientemente durante las dos primeras. De haber llegado un poco antes, el retorno de los tiernos sentimientos de la señora de Rênal y el eclipse de sus remordimientos le hubieran proporcionado una dicha celestial; obtenidos así, con artificio, no fueron más que un triunfo. Julien quiso absolutamente, a pesar de la resistencia de su amiga, encender la lamparilla.
—¿Quieres acaso —le decía— que no me quede siquiera el recuerdo de haberte visto? ¿Perderé la ocasión de contemplar el amor que sin duda se refleja en esos ojos encantadores? ¿Será invisible para mí la blancura de esta linda mano? ¡Piensa que me voy quizá por mucho tiempo!
Ante esta sola idea, que la hacía derramar margas lágrimas, la señora de Rênal se sentía incapaz de negarle nada. El alba empezaba ya a dibujar vivamente los contornos de los pinos en la montaña situada al este de Verrières. En vez de irse, Julien, ebrio de voluptuosidad, propuso a la señora de Rênal pasar todo el día escondido en su cuarto y no marcharse hasta la noche siguiente.
—¿Y por qué no? —respondió ella—. Esta fatal recaída me hace perder toda estimación de mí misma, y será mi eterna desgracia... —Y le estrechaba contra su corazón—. Mi marido ya no es el mismo, sospecha algo; cree que le he manejado a mi gusto en todo este asunto y se muestra muy resentido conmigo. Si oye el menor ruido, estoy perdida, me echará como a una perdida que es lo que soy.
—Ésa es una frase del padre Chélan —dijo Julien—; no me hubieras hablado así antes de mi cruel marcha para el seminario; ¡entonces sí que me querías!
Julien recibió la recompensa que merecía por la sangre fría que había puesto en esta frase: vio cómo su amiga olvidaba en el acto el peligro que corría con la presencia de su marido, para no pensar más que en el peligro, mucho más grande, de que Julien dudase de su amor. El día clareaba rápidamente e iluminaba por completo la habitación. Julien volvió a sentir todas las voluptuosidades del orgullo satisfecho, al ver en sus brazos, y casi a sus pies, a aquella mujer encantadora, la única a quien había amado y que pocas horas antes estaba entregada por entero al temor de un Dios terrible y al cumplimiento de sus deberes. Las más firmes resoluciones, fortalecidas por un año de constancia, no habían podido resistir ante su valor."


Rojo y Negro
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